La dictadura del miedo y la indefensión aprendida
Hace algunas semanas una amiga psicóloga, que trabaja en un centro de menores, me contaba que el director de su comunidad dejó ver su preocupación en la reunión de equipo semanal por lo que él consideraba “un estado depresivo” en los chavales. Decía que los indicadores eran claros: los chavales pasaban demasiado tiempo durmiendo la siesta, jugando a la Play y navegando en internet. Dándole vueltas al tema y después de reírnos un rato por el libre diagnóstico de una depresión basándose en esos factores, ella me convenció de que algo estaba pasando con los chavales y este algo no estaba manifestándose de esa manera. Entre las cosas que notaba estaba la clausura cada vez más pronunciada de los chavales (que hace meses eran más espontáneos y abiertos con los educadores), problemas escolares (ausencia escolar, preocupación demostrada por los profesores por la baja motivación, etc.), problemas de salud (continuo dolor de cabeza, náuseas, vómitos), aumento del consumo de tabaco, dificultad para dormir, etc. Llegados a este punto las dos decidimos pararnos, reflexionar y observar. Y nos dimos cuenta de que todo había iniciado cuando el equipo gestor de la estructura había cambiado y que todo esto tenía mucho que ver con la indefensión aprendida.
En 1967, Martín Seligman (ex-presidente de la APA y escritor de innumerables libros de self-help) inició una nueva linea de investigación en su laboratorio de la Universidad de Pensylvania. El experimento era sencillo y combinaba las tres condiciones principales de todo investigador: un animal (en este caso, perros), una jaula y descargas eléctricas. El procedimiento era el siguiente: los perros eran introducidos en las jaulas y cada uno era expuesto a un tipo de descarga distinto (evitable o inevitable). Los perros que recibían el primer tipo de descarga podían evitarla pulsando un botón con el hocico mientras que los otros no podían evitarla de ninguna manera. Más tarde, los perros eran expuestos a una tarea de aprendizaje. Los resultados, que supondrían a Seligman toda una vida de méritos y honores, eran claros: los perros que podían evitar las descargas seguían aprendiendo con facilidad a hacer otras tareas mientras que aquellos que no podían evitarla, entraban en un estado pasivo, presentaban graves problemas de aprendizaje y no actuaban a la hora de buscar soluciones para evitar las descargas. A esto lo llamó indefensión aprendida.
¿Y qué tendrá que ver la indefensión aprendida con una pésima gestión de la comunidad?, se preguntarán. Intentaré resumirlo. En un centro de acogida de menores se trabaja con jóvenes adultos (adolescentes de 16, 17, 18 años) con una particularidad: la problemática social. Se trabaja con chavales que han aprendido que lo que se necesita para vivir es trabajar y no estudiar; que ya han trabajado como albañiles, camareros, leñadores; que han consumido drogas duras; que probablemente han traficado con drogas y han formado parte como usuarios del comercio sexual; que han perdido un padre, una madre o un hermano por un “ajuste de cuentas” y un largo etc. Mi compañera me contaba que recientemente han tenido lugar en la estructura algunos cambios: durante la primera etapa (la gestión anterior), el equipo de trabajo decidió concretarse en trabajar sobre los conceptos de libertad y responsabilidad sin utilizar el castigo mientras que tras el cambio de coordinador, éste decidió cambiar la gestión del trabajo introduciendo el uso del castigo.
Durante la primera etapa de gestión de la estructura y respecto a los conceptos de libertad y responsabilidad, se trabajaba en el sentido de lograr que los chavales se convirtieran en actores y responsables de la propia vida, de actores y responsables de la vida en sociedad. Se intentaba hacer entender a los chavales que uno consigue cumplir un objetivo cuando lo que hay detrás es la motivación, cuando a uno le apasiona lo que quiere conseguir y que cada decisión que ellos tomaran afectaba solo a una persona: ellos mismos. Esto quiere decir, por ejemplo, que no sirve de nada obligarles a ir a un centro de formación profesional o a seguir un curso de italiano si no les interesaba estudiar eso en concreto como no sirve de nada que te obliguen a comer si no te apetece porque la comida te sentará mal. Esto quiere decir que TÚ eliges qué quieres hacer, qué quieres estudiar, qué camino quieres escoger para tu vida.
No me malinterpreten: ésta no es una aproximación de “haz lo que te de la gana“. Yo, como adulto, como educador, como figura profesional, no te obligaré a hacer nada que no quieras pero sí me sentaré horas y horas contigo a discutir del por qué del tu “NO”, a través del diálogo y de la acción intentaré hacerte entender cómo funcionan las cosas en el país en el que te encuentras y, sobre todo, confiaré en tu palabra porque si me engañas, en realidad te estás engañando a tí mismo. Y ni siquiera hace falta que eches mano del engaño, porque si te has metido en un lío, buscaré contigo la manera de salir de ahí. La cuestión es que me fio de tu palabra. La confianza es esencial en este sentido. La mayor parte de los chavales viene de familias “desestructuradas“, en el que la madre es maltratada por el padre, uno de los dos tiene problemas de alcoholismo o ha fallecido, etc. Establecer una relación basada en la confianza, en la presencia continua, en el sostener y acompañar es fundamental. El adulto se convierte así en una figura de referencia gracias al respeto y confianza.
Durante la segunda etapa, y tras el cambio de coordinador, la política respecto a la relación que como educadores deberían mantener con los chavales cambió drásticamente. A los mismos no se les dio un “compendio de normas a respetar“. En lugar de establecer las condiciones desde el inicio, se administraba el castigo (eliminar la paga semanal, prohibir salir de la estructura fuera del horario escolar, …) sobre la marcha, cuando el coordinador y el director decidían que no habían hecho algo apropiadamente. Es decir, se castigaba de una manera prácticamente continua arbitrariamente.
Durante esta gestión, la figura del educador quedó sumergida en un segundo plano. No solo los chavales habían perdido la capacidad de elegir, también los educadores habían perdido la posibilidad de acompañar (o ésta se había reducido drásticamente). No había horizontalidad en las relaciones, la verticalidad era la regla. En realidad, el cambio fue tan gradual que mi amiga no se dio cuenta en seguida. El momento decisivo fue durante una reunión con los chavales, en la que el director dijo algo como: “sarò molto chiaro: quì, o si fanno le cose come dico io, o sarete sbattuti fuori“; permitidme la traducción libre: “seré claro: aquí, o se hacen las cosas como digo yo u os echo de aquí“. Pocas semanas después de este discurso, uno de los chavales fue transferido en otra comunidad (delante de un café podemos entrar en detalles sobre si era oportuna o no esta expulsión).
Uno de los chavales le comentó un día la angustia de la situación en la que vivían, en la que todo eran prohibiciones y obligaciones. Donde no había espacio para la intimidad, la conversación, la libertad. Para él, el adulto (en este caso, el director) se había convertido en una figura que había que respetar por miedo. Miedo a las consecuencias, miedo a no poder tener la paga semanal. Sí, se hacían las cosas (ir al colegio, estudiar italiano, …) y los chavales continuaban el ritmo de vida cotidiano, pero por miedo a las consecuencias. El nuevo coordinador y el director, ante la queja de los educadores, repetían una y otra vez la misma frase: ninguno de los chavales está obligado a permanecer en la estructura, la puerta está abierta. Entre paréntesis me pregunto: ¿qué alternativa tiene un chaval que ha escapado debajo de un camión de su país, que ha llegado en Italia, no conoce ninguno y no habla italiano?
Así, los chavales desarrollaron una versión de la indefensión aprendida, instaurándose una especie de dictadura del miedo y perdiendo la confianza en sí mismos, en las figuras adultas presentes en la comunidad y la esperanza de poder realizar sus sueños o de cumplir sus expectativas una vez terminada su estancia en la estructura.
La cuestión que queda abierta es: ¿cómo queremos que funcione la gestión en este tipo de estructuras y con esta tipología de usuarios? ¿Se puede evitar la indefensión aprendida? No nos engañemos: no podemos controlar todo. Una respuesta es: si eres dueño de tu propia vida, de tus decisiones, de tu futuro y asumes las consecuencias de tus acciones, podrás pulsar el botón y evitar la descarga eléctrica. Puede ser que no te de tiempo evitar alguna, pero tu objetivo es claro y tu motivación es fuerte. Sin embargo, si hagas lo que hagas todo seguirá igual, si nada cambia, si los adultos que deberían guiar y acompañar son centinelas de la jaula, el resultado es inevitable. Para trabajar en el social, para hacer este trabajo, es fundamental trabajar sobre la libertad y sus efectos, sobre el responsabilizar porque una sociedad sometida al miedo, al terror, no funciona. Deberíamos replantearnos el uso y el efecto del castigo y las consecuencias de una pésima administración del mismo.
Sin embargo, y por no perder la esperanza, sería aconsejable considerar el factor de la libertad individual. Hablamos de chavales que han arriesgado todo, que han decidido abandonarlo todo por el sueño de una vida mejor. Como ocurre en todas las dictaduras del terror, el sistema acaba fallando por su ineficacia y/o la gente acaba levantándose para protestar y luchar.
Esperemos.
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