Las violencias que nos atraviesan
Al principio, me dijeron que ya no podría tener hijos. Tenía 33 años y me sugirieron la fecundación in vitro. No acepté. En el mientras tanto, sentirte preguntar cada Navidad y fiestas de guardar que para cuándo, que se me estaba pasando el arroz.
Esto es violencia social.
Cuando estaba embarazada, me oí llamar irresponsable por alguien que trabajaba en la sanidad pública. Que ponía la vida de mi hijo en peligro, dijeron. Esto porque quise cambiar la fecha de una cita. Más tarde, ya dilatando, me hicieron un tacto vaginal sin preaviso. Lloré porque dolió. La placenta de mi criatura se consideró un desecho y no me permitieron honrarla.
Todo esto era violencia obstétrica.
Cuando nació mi hijo, las expresiones de escándalo cuando dices en voz baja que tú colechas. Lo fácil que es sembrar el miedo porque la teta nunca fue suficiente. Y tener que explicar que tu criatura solo quiere porteo porque así te tiene cerca. Amar no es malcriar pero todos tienen un consejo, una opinión o un decir. Y ninguno de esos está justificado.
Sin embargo, la maternidad (de los demás) remueve a quien ya la ha transitado. Quizá porque te hace evocar, pensar, recordar. Quizá porque levanta la arena bajo la que enterramos la culpa.
Porque la culpa está ahí siempre, acechando. Es amiga de la autoexigencia, del “nada es suficiente”, de la duda y el miedo. La culpa es jodida porque no hay manera de aplacarla y zumba que te zumba alrededor del oído como un mosquito muy pesado en las noches de verano.
Así que por si fuera poco el haber transitado el fantasma de la infertilidad, los comentarios jocosos, el dedo apuntado y el dedo dentro jodiendo, las miradas de desaprobación y el tocarte las tetas pensando si será verdad, ahora también toca gestionar la dichosa culpa.
Menos mal que sabemos identificarla.
Hola culpa. Adiós culpa. Que te den.