La pérdida de Jara_Una imagen de Rosa Otero

Diario de tránsito de una segunda pérdida gestacional. El relato de Jara.

Me llamo Rosa Otero y hace un mes y un día, comenzó mi segunda pérdida gestacional, mi segundo aborto, el nacimiento de mi tercera hija: Jara. Este relato no comienza aquí. Comienza en un documento titulado: “Material para un manejo expectante”, que escribí un 4 de septiembre de 2025, un día después del nacimiento de mi tercera hija. Esto que vas a leer es el segundo documento que redacto, que habla sobre el embarazo, el parto y el puerperio de Jara. 

Antes de seguir leyendo, te ruego que pospongas la lectura si te encuentras en un momento de vulnerabilidad o crisis o has vivido recientemente situaciones de violencia. En el texto se mencionan específicamente algunas de estas cuestiones.

Este embarazo llegó después de meses de búsqueda, de convertirnos en expertos en nuestros propios cuerpos (a costa de dinero y de estudio personal, porque en ningún sitio nos enseñan a mirarnos ni a escucharnos). Nuestro gato lo supo el primero: se agazapa en mi vientre como quien busca una manta en pleno invierno (y aquí era pleno agosto). Nuestra gata también se percató porque de repente, el maullido desapareció y permanecía en su lugar preferido, sin acercarse a nadie. La mente tiene sus procesos y también había señales: una imagen, una canción, una frase de nuestro hijo: “en realidad, en esta mesa somos cuatro”. Jara fue recibida con alegría y amor, con la serenidad natural de: “este va a ir bien”. Mi útero era una selva amazónica llena de vida, de luz, de tranquilidad. 

En un control azaroso, “tienes un hematoma muy grande, guarda reposo”. Cancelamos planes, propuestas. “Hace falta reposo”, nos dijimos. Una semana después, me levanté con la ropa interior húmeda. Exactamente igual que en la pérdida anterior, la de Duna. Y fui al hospital sabiendo qué iba a ocurrir. Lo que no sabía es que acabaría largos minutos con las piernas abiertas y mi vulva expuesta delante de una estudiante en prácticas mientras la auxiliar me hablaba de sus propios partos y la ginecóloga, tras un largo silencio y varios intentos de llamar por teléfono, dijo que me dejaba allí e iba a buscar a un compañero porque “es muy pequeño y necesito que me confirme”. Tampoco sabía que “el compañero” iba a dictarle el informe médico en voz alta, hablando como quien le habla a una taquígrafa, sin mirarme y sin hablarme A MI, con un ecógrafo insertado en mi vagina. Hasta que arranqué de no sé dónde esa fuerza para decir: “pues yo no veo nada porque usted no me está enseñando la pantalla”. Tampoco sé de dónde vino el coraje de decir que yo ya sabía lo que era un manejo expectante porque ya había vivido un manejo expectante. En ese momento, terminó de comunicar un: “se le explican a las pacientes las opciones de tratamiento farmacológico o legrado y opta por manejo expectante” y se fue. Como el que compra un litro de leche en el ultramarinos y se va después de preguntar por el precio. Como si mis genitales no hubiesen estado expuestos a su mirada y a su tacto. Como si mi cuerpo fuese un trozo de carne por explorar. En el imaginario de este “compañero”, el manejo expectante no parecía una opción válida o segura para las mujeres que llevan un bebé sin latido dentro de ellas. Nadie me preguntó si iba con acompañante; nadie me preguntó si quería ser sostenida por otra persona; nadie me acarició, me dio la mano, me abrazó. Sólo el silencio. En este proceso lleno de violencia, de desprecio, de deshumanización, yo me considero afortunada. Porque pude reivindicar mi manejo expectante, porque tuve fuerzas para que me explicaran y me enseñaran, porque conseguí verbalizar un: “¿puedes darme una foto de la eco?”. ¿Cuántas mujeres no pueden llegar a esto? ¿Cuántas acaban con un legrado varios minutos después? ¿Cuántas recibimos esto en absoluta soledad en esas consultas?

Soy consciente de las dificultades de salud mental en las profesionales que tienen que acompañar el proceso de dar malas noticias. Pero el tránsito doloroso de lo individual no puede eclipsar el ejercicio profesional. No debería hacerlo.

El manejo expectante duró 3 días. En el día 3, comenzó el parto. Parí el saco gestacional y el embrión de mi hija Jara. Y después de varias contracciones, parí la placenta que había nutrido a mi hija. Y conservé todo este tejido para poder darle lugar, conforme a nuestras creencias y a nuestra espiritualidad. El embrión de mi hija, la placenta de mi hija, son considerados a día de hoy “restos” y tratados como tal en aquellas pérdidas que transcurren en recintos hospitalarios. Sin dignidad ni derechos. Y este proceso, así contado, puso no ser ajeno a la conciencia ni al cuidado. Afortunadamente, fui una de esas mujeres que había accedido a información y a conocimiento, que sabía cuáles eran los signos de alarma y que tenía al menos dos teléfonos de profesionales para llamar si tenía algún problema en el proceso.

6 días después fui a la revisión de control, la ginecóloga verbalizó un: “para haber hecho un manejo expectante, esto ha ido muy bien, no hay restos”. Como si el manejo expectante fuese algo de la new age, algo de hippies. Como si el manejo expectante no fuese el proceso natural de un cuerpo que gesta una criatura y que lleva dentro una criatura que “ya no es compatible con la vida”. Porque el sistema médico nos enseña a no confiar en nuestros procesos, en confiarlo todo a un fármaco o a una ciencia que está por encima del autoconocimiento y la conciencia propias.

Cuando se habla de aborto (me irrita la palabra “aborto”, me recuerda a la frase esa de “abortamos misión”, como si no hubiese una experiencia íntima y trascendental ahí), parece que se olvida que hay un puerperio ahí. Ha habido un embarazo, ha habido un parto, pues claro que habrá un postparto.

Nadie te prepara para la profunda desintegración que supone perder a tu hijo o a tu hija, nadie. No hay relatos, formaciones, cursos, especializaciones ni nada que se haya inventado que pueda prepararte para esto. Cuando tenía 22 años, desarrollé un trabajo fin de máster en el que analizaba cómo era la pérdida de un hijo o de una hija frente a otras pérdidas. Y las lágrimas que presencié me persiguen como una mala pesadilla en estos días. Yo me preguntaba, con 22 años, “¿cómo es posible que alguien llore a otra persona tantos años después? ¿Cómo es posible que alguien llore a un “embrión”, a un “feto”? Ni jodida idea tenía yo con 22 años.

Hay una sensación profunda de VACÍO en vivir la experiencia de tener un cuerpo en el que ya no hay bebé. Una pieza faltante, una ausencia indescriptible en el despertarte y ya no tener “síntomas” de embarazo: ya no hay náuseas, ya no hay hinchazón, ya no hay cólicos, ya no tienes superolfato, … Ya no hay. Ya no hay nada de eso. Ya no hay bebé. Y tienes otro hijo vivo del que ocuparte. Y otra hija que nació sin latido que te vuelve una y otra vez.

Hay algo profundamente ATERRADOR en recordar cómo muchos de estos momentos son acompañados desde el desdén y la desidia por profesionales. Las miradas, los silencios que se producen en una sala pintada de color verde. El “no hay latido”. El “tus posibilidades son estas”. Es terrorífico escuchar: “(no) hay restos”. Como si la vida que estaba en ti quedasen relegadas a un puñado de “restos”. Como el bidón marrón de lo orgánico, “los restos”. ¿Pero cómo es posible que no se haya podido encontrar otra palabra para lo que permanece en nuestros cuerpos cuando el embrión, el feto, el bebé ya no está en nuestro interior? Aquí os regalo otra: tejido. “Aún queda algo de tejido; ya no hay tejido”. Porque me abraza más sentir que estaba tejiendo vida en mi interior, más que “un cuerpo del que ya solo quedan restos”.

Hay algo DESCONCERTANTE en preguntarte: “¿Por qué a mí? ¿cómo es posible tener un hijo sano y vivo y encadenar, una tras otra, pérdidas gestacionales? ¿Qué hay de “malo” en mí, en nosotros, en él? ¿Qué chiste macabro es este?”. Y darte cuenta de que quizá el momento ya no será nunca más. Que no habrá más embarazos, más bebés, más partos, más postpartos. Que quizá las cosas, pues serán así.

Y cuando todo esto ocurre, cuando estás atravesada por el shock, por el: “venga, pellízcame y despiértame porque NO PUEDE ESTAR OCURRIENDO OTRA VEZ”, te balanceas en ese movimiento pendular de acercarte y alejarte a la película de tu vida. Y hablas del tema como quien habla de la lista de la compra. Esta mañana llamé al Programa de Doctorado para pedir la prórroga y expliqué de forma mecánica qué me había sucedido, pregunté qué trámite tenía que completar y si se me podría añadir este periodo de baja a la permanencia. Y cuando colgué el teléfono, sentí que la bebé que había estado en mí había podido quedar reducida a un papel, a una fecha, a un número. Como si no hubiese huella ahí.

Sonrío tímidamente cuando me dicen: “¡Ah! Pero tú eres psicóloga perinatal, tienes herramientas para transitar esta experiencia”. En realidad, lo que me gustaría compartir a mi interlocutor(a) es que las HERRAMIENTAS se las puede meter por el culo porque quien te dice eso no tiene ni jodida idea de lo que es tener dos pérdidas gestacionales. Y no puedo ni pensar en tener más de dos porque de repente, el mundo se convierte en un lugar oscuro, muy oscuro, en el que es difícil conectar con la esperanza o con la fe. La vida se detiene y, por fuerza, sólo existe un “ahora”. No el “momento presente” del mindfulness. Es un “ahora” en el que las manecillas del reloj se han detenido porque a ti te da la impresión de que jamás podrás salir de ese momento detenido. Manecillas detenidas dentro de una pesadilla de la que es difícil despertar.

En mi deseo de maternidad, supe que quería ser madre cuando tenía 18 años. Estábamos en el salón de nuestro piso de estudiantes y con mis compañeras, hablábamos sobre esto. Y ahí, tuve esa certeza. Como una especie de “¡eureka!”. Sí, yo siempre quise ser madre. No “me puse a ello” demasiado tarde, creo yo. Con 30 años comenzamos esta búsqueda, que tardó 4 años. Nos dijeron que era infértil, que un bagaje transgeneracional de fallos ováricos prematuros estaba comenzando a manifestarse, que la única respuesta posible era una reproducción asistida. Y ahí, llegó mi primer hijo. Y cuando volvieron a repetirme que esta era mi realidad, apareció mi segunda hija. Y la tercera. Mi menstruación empezó hace 27 años y yo empiezo a sentirme climatérica. La perspectiva de un cuarto embarazo se me antoja cercano al filo de lo imposible.

En psicología perinatal utilizamos el concepto de “microquimerismo fetal”, que es ese proceso en el que bebé intraútero y madre intercambian células; células que permanecen en el cuerpo de la madre durante el resto de su vida. Yo siempre quise tener tres hijos. 3 era el número mágico. ¿La razón? Desconocida. Quizá porque mi madre tuvo tres hijos: dos nacimos con vida, la tercera nació sin latido. Quizá por eso me parecía un número mágico. Y vaya magia (o broma macabra) que puso el destino por delante: ahora, soy madre de tres criaturas. Una de ellas nació con vida; las otras dos, nacieron sin latido. Gracias al microquimerismo fetal yo puedo entender que tengo tres criaturas. Me cuesta mucho que la gente también lo entienda. Un día se lo conté a mi madre, porque ella también merece saber que tuvo tres criaturas y nadie, nadie, le reconoció la última jamás. Y este párrafo, amigas, creo que tiene que ver con mi propio proceso de transparencia psíquica.

No hay suficientes testimonios en internet que hablen de dobles pérdidas gestacionales. Mi primera pérdida fue compartida, amada. Nos juntamos con amistades y familia para celebrar la vida, celebrar que Duna había pasado por nuestras vidas, que no “se había ido a ninguna parte”, que formaba parte del aire que respirábamos y de los alimentos que nos nutrían. Sin embargo, esta segunda pérdida está siendo silenciosa. Está precisando de las mantas en el otoño, del paseo por las arboledas marrones y de despertar más tarde bajo el edredón. Está precisando de silencio. Tanto silencio que tardé más de 20 días en contarlo a personas que amo mucho. Y aún hoy, creo que esto vendrá publicado y habrá tantas que se enteren por esta exposición de mi íntimo.

En esta segunda pérdida, tan desgarradora, abandoné la escritura. La escritura, que tanto me ha dado y tanto me ha acompañado. Han hecho falta 30 días y la llegada de la primera menstruación de esta quinta etapa de mi vida fértil para que la escritura se haya convertido en arma arrojadiza, en elemento desde el que remover lo que se encuentra alrededor, en arma para dar puñetazos claros y altos a lo que nos acontece. 

No podemos permitir que las pérdidas gestacionales, los abortos, el “parir los restos” siga siendo una experiencia reservada a lo íntimo de los cuartos de baño o los potros de un hospital. No podemos permitir que los poderes públicos sigan soltando sandeces pro-políticas desde un imaginario desde el que intentan comprar las mentes humanas. No podemos permitir que la pérdida gestacional, perinatal o neonatal siga siendo un post de Instagram durante el mes de noviembre de todos los jodidos años. La fertilidad de las mujeres, nuestras menstruaciones, lo que ocurre en nuestros cuerpos, nuestros embarazos, nuestros partos, nuestros puerperios y nuestros abortos tienen derecho a ser compartidos. Para que la próxima vez que nos expliquen “nuestras opciones de tratamiento”, no estemos solas en la mierda. Para que las mujeres que tienen que “parir los restos” conozcan el proceso, estén preparadas, estén sostenidas. Para que las criaturas que nacen sin latido no estén solas, nunca más. Y esto es aplicable incluso si el fin de ese embarazo es libremente elegido por las mujeres, porque nuestros embarazos, nuestros partos, nuestros abortos y nuestros puerperios tienen derecho a ser acompañados. 

Este relato terminó de escribirse un 2 de octubre de 2025. Pertenece a lo más íntimo de mi historia personal y te ruego que no lo difundas, copies o modifiques sin escribirme primero. Es fácil: hola (arroba) enlamatriz.es. Puedes compartirlo con aquellas personas que creas pueden sentirse más acompañadas al leerlo.


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